Tengo que empezar diciendo que mi hermana, como casi todos en mi familia, tiene un gran corazón. Ha sido así desde niña. Siempre abogando por las causas de los demás y tratando de resolver los problemas.
De pequeñas y adolescentes salíamos juntas y observábamos a las demás personas. Muchas veces nos hacíamos historias en la mente acerca de esas personas, y las discutíamos. Todavía lo hacemos cuando tenemos la oportunidad. Sálvese quién pueda cuando estamos juntas.
Si mientras caminábamos veíamos a alguien pidiendo limosna, mi hermana se imaginaba la historia triste que había detrás de esa persona y pensaba en qué se podría hacer para ayudarla. Por ejemplo, si era mujer pensaba que tal vez tenía hijos, pero no se ocupaban de ella. Dios mío, ¡a cuántos peligros estará expuesta! ¿Cómo puede estar todo el día y la noche en la calle, sin un techo que la proteja? Seguramente tiene una enfermedad mental y se escapa de su casa.
Cuando viajábamos en transportación pública y había alguien cargado de paquetes, doblado al caminar o con cara triste, lo mismo. Si veía algún muchachito o muchachita enfermo o con carita de hambre, igual. Yo pensaba que quizás las historias no tenían que ser tan tristes como ella se las imaginaba. Total, me convencía a la larga de que eran inclusive más tristes de lo que yo pensaba. Pero no quería pensar en eso, me negaba.
No me sorprendía su reacción, y claro, también me daba mucha pena con estas personas. El asunto es que yo siempre terminaba bromeando con el asunto. Que conste, bromeaba, no me burlaba, que ya eso es otra cosa y no la practico ni la tolero . No sé si lo hacía porque desde pequeña aprendí a manejar los temas tristes y dolorosos con humor, para quitarles peso. O quizás me ponía muy nerviosa y no sabía de qué otra forma reaccionar. Posiblemente estaba tratando de desviar la atención de ella de lo que la preocupaba o la hacía sentir triste.
Pero lo cierto es que no siempre me resultaba bien el truco. ¡La muchacha terminaba llorando más con mis bromas que con las historias de los infortunados! Qué fracaso, por Dios.
En una ocasión viajábamos en transportación pública, si no recuerdo mal, para visitar a nuestro padre. Eso de por sí era una historia triste, pero ahora no viene al caso. El punto es que había en el vehículo un señor que estaba arrastra’o de borracho. Tenía un aspecto terrible y ni hablar del perfume que lo arropaba y nos mareaba. Y, como a tantos borrachos, le dio con contar la triste historia de su vida. Recuerdo que decía que tenía hijos, pero no lo querían. Tuvo casa, pero ya no, así que no tenía a dónde ir. Le habían pasado no sé cuántas cosas terribles, en fin, era desgraciado, infeliz y desamparado. Y lo que él no sabía, pero todos notábamos, ¡se caía de borracho, borrachísimo, y se veía tan mal!
La mayoría de la gente no le prestaba atención, algunos querían que se callara. En cuando a mí, no sé por qué, sentía miedo. Me asustaba eso de compartir el espacio con una persona, que hablaba mayormente incoherencias a todo volumen, lloraba a veces, se reía otras, torcía el cuerpo y no tenía consideración para los demás. Me preguntaba cuánto tiempo tendríamos que estar encerrados allí, no sólo oyendo, sino también oliendo a aquel señor. ¡Ay, noooo!
Miro a mi hermana, quizás buscando refugio en ella, esperando que me leyera el pensamiento y decidiera bajarnos antes de tiempo y salir de aquella situación. Y, ¿qué me encuentro? Ella está sumamente atenta a la historia que cuenta el hombre, completamente sumergida en la trama y muy entristecida por la historia. Estaba “plegá”, haciendo pucheros y con las lágrimas afuera. Yo no sabía si reirme, ponerme a llorar también o salir corriendo. Pero, como casi siempre, me salió el humor, y mientras ella me dice: “Pobre señor, no tiene dónde vivir, mira cómo está, imagínate que se vaya por ahí solito y le pase algo…” y no sé cuántas cosas más, yo le digo: “¿Qué, te lo vas a llevar para casa?”
Eso bastó para que empezáramos a reírnos las dos como unas locas. Ella más loca que yo, porque tiene la gran habilidad de reirse y seguir llorando. Pero después de todo, no estaba tan loca, porque no se lo llevó para casa. Por cierto, el hombre salió del vehículo antes que nosotras. El conductor comentó que lo conocía ¡y no era cierto lo que decía, sí tenía casa y no estaba desamparado! Bendito, es que él se pone así cuando bebe.
Ay, Dios mío, hace tantos años de eso y no se nos olvida. Es que no fue la única vez. Así que cada vez que la veía ablandándose con la historia, o supuesta historia, triste de alguien, le preguntaba: “¿Qué, te lo vas a llevar para casa, también?”
Y ustedes, ¿se lo hubieran llevado para casa?
ara02232017
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